Las Flores Árticas

por Tesando Sines Calcio

 

Manuel Sánchez del Río, «el Polígrafo», visitó una exposición de arte que le atrajo por sus títulos, uno de los cuales, «Las Flores Árticas», le tuvo de cabeza hasta que el poeta José María Parreño le sacó de dudas gracias, no tanto a la profesionalidad que adujo (por cortesía tal vez), como a su propio saber. El retorno de las Iluminaciones, supo después, también afectó a Paloma Peláez, la pintora que las tuvo vivas en un célebre lienzo.

La curiosidad del Polígrafo también le llevó a la Botánica, pero una vez más no sin toparse con las ciencias. He venido —le dijo a Luis Claramunt, el pintor, frente a las Flores Árticas— a darles la razón, sea cual sea la que ellas se den.

El entusiasmo inicial del Polígrafo, nada más ver las Flores, dio paso a un abatimiento que le retuvo quieto frente a las Flores Árticas y absorto un buen rato. Claramunt no pudo esperar y por fin le preguntó:

—¿Qué son?

—Son criptógamas, es decir, plantas sin flores.

—Falsas, falsas —aseguró Claramunt.

—Cierto, o son falsas o no son criptógamas.

El Polígrafo permaneció en silencio. Cuando le pareció que Claramunt iba a interrogarle de nuevo, se adelantó dándole voz a su pensamiento, al principio débilmente, luego cobró el empaque y hasta el brío de un disgusto, pues las Flores le conmovieron y la defensa de las Árticas pasaba por convencerlas de que existían antes que darles lugar en la Universidad. Dijo entonces:

—O son fanerógamas, en cuyo caso ha de aceptarse una modificación de este grupo que permita acogerlas, o no son fanerógamas porque este grupo comprende una enorme variedad de plantas sin raíz. Como ve, Claramunt, hay Flores Árticas con tallo y hojas, con tallo sin hojas y con hojas sin tallo. Algunos cepos tienen una raíz falsa que se llama pie o andamio. Si el poeta hubiera escrito «esporas árticas» éstas serían criptógamas, sin duda. Pero escribió flores, ahí tiene la transcripción de Iluminaciones, léalo.

El Polígrafo calló para que Claramunt pudiera leer el poema.

Manuel Sánchez del Río había propuesto sin éxito crear un tercer grupo de plantas que se denominaran agéneas. La Universidad no reconoció este grupo alegando dos objeciones: una, «Que las dichas Flores Árticas participaban de los caracteres de las fanerógamas y de las criptógamas e incluso, por partes, cada Flor Ártica de unos caracteres y de otros». Para salvar las diferencias propuso un término aclaratorio que le incomodaba sobremanera: «propias». Sin embargo, este tercer grupo «las agéneas propias», tampoco prosperó. La segunda objeción resultó esencial e insalvable. Las Flores Árticas en tanto agéneas no garantizan darse en otras semejantes. Un año antes de la exposición, en el mes de abril, el profesor de ciencias naturales Don Eugenio Silva Silva zanjó por teléfono la cuestión con estas palabras: «Aún siendo admitidas como objetos de estudio, éste no daría sino en una inconclusa relación de plantas. Entiéndalo Manuel, una universidad que se dedicase a semejante estudio sería socialmente inútil, y su razón de ser indistinguible de una actividad no humana cualquiera». (cfr. «Grabaciones» Vol.IV, pags. 215–219 FMSR, Aldeaquemada, Jaén).

El Polígrafo, en un último intento de salvar al grupo de las agéneas, escribió una comunicación a la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad de Herakleion, en la que daba cuenta de la existencia verificable en la Segunda Trilogía de al menos diez ejemplares catalogados: La Flor del Trompo, la Lela Helicoidal, La Flor del Marisco, La Helicóptera Tropical, La Quetequiero de Uñas, La Planta del Pie, La Flor del Plátano, Los Gusanos del Tigre, La Pava de Chichón y La Tris Cruel.

La cátedra de Silva Silva contestó que «esas Flores Árticas eran a lo sumo un fenómeno, y como tal caía fuera de los intereses de la Ciencia Botánica».

Nada más leer la carta, el Polígrafo, con voz firme y grave, afirmó desde el fondo del Acqua Castellum de Aldeaquemada lo siguiente: «No son fenómenos. Son formas lígneas de constitución informe; se recomponen unas de otras por desplome. Se levantan estimuladas por un tropismo desvariado ilocal. Son sésiles, de pedúnculos falsos. Se presentan como curvaturas elevadas, las sumidades ciegas no trópicas, todas coloreadas» (cfr. «Grabaciones». Vol IV, pags. 5, 439-442. FMSR, Aldeaquemada, Jaén).

El profesor Silva Silva, no obstante, mantuvo por Internet un fecundo dialogo en privado, no oficial, con Manuel Sánchez del Río. Sobre todo a propósito de la existencia misma de las Flores Árticas. Silva Silva, que nunca estuvo en Jaén, se imaginó al Polígrafo cultivando las Flores en un huerto, y éste nunca lo desmintió.

—Esas «flores» son bellos experimentos, que duda cabe (yo le creo), pero fallidas. Fallidas por irreproducibles. Me envía diez fotografías de flores en blanco y yo las tengo por las que en el catálogo adjunto aparecen numeradas del 642 al 651. Déme alguna clave para verlas, se lo ruego.

El Polígrafo respondió lo siguiente:

—Estimado Eugenio: A la verdad no le concierne la verdad. ¿Qué quiere que le diga? Las Flores Árticas son tan normativas como inexistentes, no obstante, ya lo ve, están teniendo lugar en el huerto.

—Al tresbolillo ¿es cierto?

—Sí. Ojala pudiera usted ver la extraña rectitud de esta Flor.

—Imprímala, se lo ruego.

—Entiéndalo, Eugenio: son verdaderas pero nada auténticas, créame. De hecho son más verdaderas cuanto menos se aplican a serlo y más, en cambio, cuando se ponen a buscar el modo de gustarse en lo terrestre y en lo aéreo, en crecer, vaya.

—Vaya y vaya —Silva Silva, el naturalista, no pudo disimular el malestar—. Pero, dígame, ¿qué miden?

—Aquí en Aldeaquemada no sabemos a ciencia cierta el tamaño real de las Flores Árticas. Pero si insiste, ahora le envío lo que le parezca al medidor en este momento. Más no puedo hacer.

—Déme píxeles, hombre.

—¿Ve que no ve? Mire esta rastrera, aquella de uñas, esta otra lela, la de allí cruel, este marisco, los trompos (a esta le llaman «spira»), la pava y la del tigre. Por cierto, no veo la Helicóptera…

—¡Calle! Las borra usted con el palabreo. Nubes de puntos. Como mucho. Veo no más que eso.

—Cálmese Eugenio: las Flores Árticas se acercan a una forma y a un tamaño en la que se detienen. En el momento que se detienen se parecen y ahi ya, felizmente, prosperan estables en el perecedero.

Ahí, no en los índices, las debe de buscar.

—Será eso lo que no veo. Basta. Adiós. (cfr. “Grabaciones” Vol.IV, pags 521—526. FMSR, Aldeaquemada, Jaén).

Claramunt terminó de leer el poema y cerrando el libro dijo:

—Bárbaro.

Volvió a abrir el libro y leyó en voz alta:

…y la voz femenina que llega hasta el fondo de los volcanes y de las grutas árticas.

El pabellón…

Ana de Galilea irrumpió en la sala y dijo:

—El profesor don Eugenio Silva Silva está al habla –. Y pulsó el “manos libres”.

—¿Nos oye? —preguntó el Polígrafo.

—Sí —contestó el naturalista.

—Mientras llega el jardinero, Claramunt nos va a leer una introducción a las Flores Árticas que el propio jardinero escribió para la guía de la exposición, ¿le parece bien?

—Sí, cómo no —contestó Silva Silva.

—Lea entonces.

Claramunt extrajo el folleto con el que había marcado la pagina de “Iluminaciones” donde figuraba BARBARO, buscó el epígrafe Flores Árticas y leyó lo siguiente:

«Las Flores Árticas son tan falsas por todas partes, hojas, tallos, raíces etcétera…caen tan extremadamente bajo en el reino que súbitamente verdaderan». Que lo hagan sin razón nada les impide reclamar nombres a sus partes y de ellas uno para el cuerpo entero, aunque este nombre es el mas fácil, el sobrenombre que todo el mundo aprende enseguida. Para las partes, en cambio, hay que pensar. Así, a esta parte de esta flor conviene llamarla fleco (para que ella sepa), cinto a esta otra; y así sucesivamente lazo, trenza, cola… hasta nombrarla completamente, por partes y por su nombre, el que la designa como dice la de Galilea. Pero no hay que temer que se reconozcan. Como no se reproducen, las palabras desaparecerán con las partes por partes, y con las plantas íntegras las palabras enteras, como esas que hemos nombrado y muchas otras que haya que nombrar. Así, de cada Flor, sólo sabrá quien la recuerde, pero seguro que ahora, en el futuro de un día en el que ya no sabemos qué partes de las Flores o las Flores enteras designan las palabras que tenemos, de manera que mutatis mutandis las amamos incógnitas. En resumen, las que hoy sí vemos pero no hemos acabado de nombrar serán las que una vez desaparecidas se amen en las palabras, tal como hoy, con el comienzo de la exposición, las vemos iniciarse en la desaparición que precede al olvido. Apresúrate, espectador, a verles el nombre y no confíes ¡por Hércules! en las cámaras fotográficas.

“Las Flores Árticas, al contrario de los Tipos sí son arquetípicas, los Tipos futurotípicos y las Cosas tipos del presente”.

Cuando Claramunt terminó de leer el texto, el Polígrafo no esperó para dirigirse al profesor Silva Silva:

—¿Sigue ahí?

—Sí, dígame.

—No, diga usted.

—Francamente, las veo en un infierno, en el centro de un sin sentido espantoso, para mi y para el resto de los cuerdos de la Universidad, por tanto la existencia de las agéneas es, no sólo científicamente insostenible, sino algo peor: por fuera de cualquier linde moral (son bárbaras, no existen) eluden, no ya el Sistema naturae, sino la esencia absolutamente necesaria de una vida dada, siquiera la más elemental (no hace falta más), sin compasión alguna, de un modo atroz; de un modo que no pudiendo ni imaginármelo (ni quiero) repruebo totalmente y le ruego terminemos de una vez. Adiós.

—¡Un momento! —exclamó el Polígrafo— un momento por favor, no se vaya.

—Sí —contestó Silva Silva— solamente me retiene la esperanza de salvarle de la barbarie.

—Hablemos de colores —se apresuró a decir Claramunt.

—Bien, veamos —añadió Silva Silva, el naturalista.

Absolutamente convencido de su superioridad moral, el naturalista no podía ni imaginar que la satisfacción que le embargaba se transparentaba tanto que hacía evidente, además de la desmesura de su amor propio (impropio de un hombre de ciencia), algo mucho peor: a saber, que seducido por la fantasía de una existencia en las flores verdaderamente maligna, (sus secretos enloquecedores) seguía ciego la excitación que en las agéneas le prometía Manuel Sánchez del Río. De manera que el Polígrafo habló así:

—Al principio las Flores Árticas imaginaron que había un color para cada una. Cuando se vieron coloreadas una helada las quemó. Se enamoraron.

—De si mismas —interrumpió Silva Silva.

—Sí.

Silva Silva entendió la aclaración de este punto como un éxito, sobre todo en la medida que resultaban culpables, «de todas todas», pensó. El Polígrafo continuó su discurso:

—Los colores de las Flores Árticas ¿caen recordando los nombres de acuerdo a las disposiciones que siguen y señalan la forma de la Flor o caen como vuelve la luz con Febo («el Resplandeciente»), del infierno donde todos los colores chocan y saltan, como quien dice salpicadas de colores?

—O lamidas —intervino el naturalista— y sucias, ¿cómo si no se untan?

—Se pintan —puntualizó Claramunt.

—¿No las tendrá por apolíneas, verdad?

—Sí —se adelantó a responder el Polígrafo.

—Pues no cuadra con su definición o miente para protegerlas (pero no lo conseguirá), serán fumigadas. Al principio declaró usted con toda claridad que padecían de tropismo ilocal y que desvariaban. El rey no desvaría ni bebe.

—Si Apolo lleva las Árticas al infierno —contestó el Polígrafo— es para que en la descomposición se bañen de todos los colores que hay, y que con el retorno triunfal, ebrias de luz…

—Y usted con la cogorza.

Silva Silva le interrumpió bruscamente. Pero el Polígrafo continuó su defensa de las Flores Árticas sin inmutarse.

–… festejemos que existen agéneas, que la luz derrota a los infiernos, pues no resisten el embate y porque en definitiva, amigo Silva Silva, lo único realmente terrible es ese cielo de ustedes.

—Está usted borracho, Manuel. Adiós.

El profesor Silva Silva cortó la comunicación. Claramunt no esperó a pronunciarse:

—Asco «pringao».

—¿No viene el jardinero? —preguntó el Polígrafo de pronto—. Lo cierto es que éste, como Mr. Gardener, ha cultivado las Árticas jugando con el prestigio de las auténticas flores, sin duda.

—Ya viene —contestó Ana de Galilea y el Polígrafo continuó:

—Es natural, pero imagine las Árticas en macetas, ahítas de tierra.

—Cercadas, dirá.

—Digo que sujetas a su propia tierra.

—Presas.

—No menos que en los cepos. Ya las ve, libres de crecer al modo que a cada una les parece.

—Como delincuentes.

—No.

—Bravías, entonces, como auténticas mujeres. Malo, lo digo yo. Verá lo que me pasó ayer:

Claramunt pensó un momento y continuó diciendo:

—Ayer mismo vine con Kubusch a la exposición y conocí a María (ya sabe) y al instante pensé y le dije al informático que la niña me recordaba a su madre. Pero usted sabe que yo no he conocido a la madre hasta hace un rato. De manera que Kubusch (ya sabe como es de pejiguera) no perdió la ocasión de interrumpirme: «¡Pero si no conoces a su madre!» No supe qué decir, la verdad, y me dije: «Vaya, pues algo falta». Pero le respondí para no dejarlo pasar: «Supe que se parece». «¡Usted no sabía nada!» me contestó. Y añadió : “Es adoptiva, ya lo ha visto”. A esto no pude contestarle. Y lo veía venir “pero se parece” pensé. Ahora lo veo claro, Manuel, las Flores Árticas son lo que les parece y punto.

—Sí —dijo Sánchez del Río enseguida.

Y añadió:

—Ya ve qué bien se encuentran ellas y qué bien se les descubre en sus parecidos a estas mujeres «bravías», como dice usted.

—Delincuentes.

—Bueno.

—Buenas.

—¡Hombre! —exclamó el Polígrafo— Aquí llega el jardinero.

—¿Qué les parece? preguntó a bocajarro.

“Que se parecen” pensó sin decirlo Claramunt.

—Pues sí, contestó el Polígrafo. Hablemos del coloreado, de las pinceladas.

—El pincel —comenzó a decir el jardinero— cuando va al encuentro del color con el que va a pintar, se pinta antes que nada él mismo del color y al poco tiempo de emplearse (el pincel digo) en extenderlo ya se le impregna el pelo de tal forma que ya nunca se le va el color del todo. Así como el amor…

Claramunt se impacientó y le interrumpió sin consideración:

—El aguarrás bebido… de los pinceles

—¿Qué dice? —le interrumpió Manuel Sánchez del Río. Miró al jardinero y le dijo:

—El amor, decía…

El jardinero de las flores se bloqueó.

—Díganos, hombre, algo de las flores —volvió a decir al Polígrafo.

—Mi recuerdo –continuó el jardinero– era que alguien había anotado al margen del poema de Rimbaud «¡No existen!» y que probablemente se trataría de un naturalista indignado, pues como se sabe no hay flores en el Ártico o al menos eso se pensaba ya que ni el propio Linneo llegó a imaginarlas. Pero, vaya, Parreño me proporcionó la fotocopia de unas flores blancas cubiertas de rocío que no nacían de una superficie helada sino de entre unas rocas entre las que medran y se abren, a lo que parece, como coronas blancas “de regular tamaño”. Habrá —pensé— insectos que las polinicen o espectadores avisados que las llamen a mostrarse en nuestra latitud.

—Menos frío aquí ¡uh!, las criaturas, dijo Claramunt.

—Increadas, Claramunt, increadas —terció el Polígrafo.

—Desengáñese, Manuel, lo único que queremos los artistas es servir lo que alguna vez vimos amar…

—Eso, afirmó Manuel Sánchez del Río. De estas no menos árticas como de aquellas, las originales de la fotocopia que también son de salitre, no menos inexistentes las unas como no menos reales las otras, no puede decirse que sean naturales, para que engañarnos.

—Raras, las flores —dijo Claramunt.

—Del exceso —añadió el jardinero.

—Herméticas. Díganos ¿hay catálogo? —terció el Polígrafo.

—Si —contestó el jardinero.

—Pues léanos.

El jardinero abrió el catálogo y comenzó a leer: «Son diez, la Flor del Trompo (que no la Spira de las Peonzas) es una gordezuela del Terciario kláusico que ha sobrevivido en un relío del suelo. El naturalista no debe de confundirla con la spira común que crece de pie en un palmo de suelo, es de vida corta y huele mal. La Flor del Trompo (catálogo nº 642) comienza a girar sobre sí misma nada más despuntar del suelo el clavo del trompo. El intercambio fotoeléctrico en la punta emergente del clavo dispara la velocidad de giro del trompo que, desde este momento, se acelera hasta el presente”.

—En efecto —dijo el Polígrafo cuando vio que el jardinero terminaba— es una cosa y no cuatro como parece… y busca el suelo, sin duda. Es más, en estas flores seguro que por mucho que se busque todo se haya en parte y de modo inacabable. Con el color se ve: que nunca acaba de fijarse, que siempre puede recibir encima o al lado más de otro color. Continúe.

El jardinero volvió al catálogo y leyó lo siguiente: «La Lela Helicoidal se para nada mas nacer y así se la ve siempre. Nada mas desplegar las aspas de noche le vienen a girar los vórtices de aire. Este juego sigue hasta el amanecer. Con las primeras luces el aire se deslía y la flor se azara. Luego de verse con las palmas abiertas de par en par colorea el rubor que le vino y comienza a complacerse. Es muy codiciada por los vulcanólogos porque apagándose detecta las más sutiles alteraciones del firme. Con el retorno de la quietud se enciende y sólo le inquieta una tercera mano. No de noche. De día puede quebrarse si le da tiempo antes del medio día. Después ya no. Humboldt tuvo una. Número de catálogo 643”.

—Sí —dijo el Polígrafo– prosiga.

“Con el número 644 la Flor del Marisco es la decana. No se le ve crecer. Pero no se niega, más bien sigue su curso desde el Pleistoceno hasta ahora sin modificaciones aparentes. Linneo no la estudió. En la costa occidental atlántica se le tiene por comestible, pero una leyenda antigua dice que cada año mejora de sabor. Klausio confirmó la veracidad de esta suposición estudiando las variaciones (inapreciables a simple vista) de la posición de los pedúnculos mayores, y sobre todo el grosor. Durante tres años siguió las variaciones volumétricas de la para concluir que crecía y decrecía alternativamente con el son de los cantos beriscos, y pudo afirmar que las variaciones coincidían con la marcha y el retorno regular de los hombres del mar. Estudió los cantos y concluyó que eran cromáticos, coincidían con los tiempos de la Flor y pudo dar la longitud de onda que describían (y describen todavía) los engordes y las variantes de sabor. En el Ber será lo último que coman”.

—Así persiguen el bien. Admirable especie. ¿Y esta otra? —preguntó el Polígrafo—

“Esta es –contestó el jardinero señalando a la Helicóptera Tropical– la número 645. Se dice que Livingstone aseguró que la vio nacer nada más llegar a Calilala. De vuelta en Londres, la reina le rogó que contara en la corte las cosas que había visto para estimular las inversiones en esta colonia. Y es en una audiencia de estas cuando dijo

. Según Livingstone cada año la Helicóptera da una hoja (una falsa hoja en realidad) y cada dieciocho años el noveno anillo. Con la primera nevada se astringe hasta que desprendiéndose se eleva grácilmente y enseguida, aprovechando las térmicas, vuela varias semanas antes de caer de pie y casi al instante echar raíces, pues si no, se agota. Así vivirá la segunda parte de su vida otros nueve años. Mientras tanto, la Helicóptera hembra gesta un huevo en veintiocho días. Del corazón del tronco truncado emerge el huevo multicolor. Esto es lo que vio Livingstone. Y, en efecto, sabemos que llegado a este punto hace y cae. En Cuba se llama. La Helicóptera es por tanto hembra y macho nueve años. (Pero no muere). No consta que muera”.

—Seguro que no —añadió el Polígrafo—. Siga.

“La Quetequiero de Uñas (número 646), muy probablemente a causa de su nombre, se ve llevada por una irrefrenable inclinación a buscar consolación en el aire. No hay modo de entenderla sin considerar el valor, por desmedido que parezca, que esta Flor le da a la minusvalía que padece en el tronco. Cierto que es intratable y quién sabe si el malquerer que le caracteriza no surge de la incapacidad de la propia ciencia médica para abordarla con una solución. Una solución que no sería de todos modos una solución del malquerer, que no es tal propiamente, pero, quién lo niega, moldea sus comportamientos. Conviene saber que para ella hay un punto en el corazón del sol que le atrae hasta morir, al mismo tiempo que le salva en la ilusión de encontrarse, llegando el sol a su cenit, con una grieta casi imposible de imaginar por la que se deslizaría como una tarjeta. Este afán que le salva y le condena al ansia de amor le tiene sujeta al mismo aire que rasga silbando, en las quebradas de la misma palabra que le sostiene, su nombre propio: Quetequiero”.

El jardinero terminó bruscamente y permaneció en silencio. El Polígrafo intervino entonces preguntando:

—¿Y qué?

—Nada más.

—Prosiga con la siguiente.

“La número 647 se llama Planta del Pie porque se cree que tiene pies que le crecen por el talón del único pedúnculo grueso que da el tubérculo cuando florece. Es crasa la mitad seca del año y la otra se encoge. En Filipinas se le saja y con el jugo rojizo y viscoso llamado , que sólo se obtiene mientras están vivas, se amasan los , que no son más que albóndigas de arroz cocido. Los Conquistadores pensaron que eran antropófagos y el las partes de los enemigos vencidos. Andrade de Zafra pensó que podía usar las diferencias entre los nativos para salvarles de tan crueles costumbres y el propio paganismo, pero cuando no encontró otra facción diezmada de varones y por el contrario una gran variedad de pueblos que comían el , se desconcertó. Cuando el fraile Melgar descubrió una pañoleta, una caja de fósforo, papel, un sello y una daga con el mango de una mujer partida en dos fue a Andrade con las pruebas de que los Sangangas sólo comían testículos de cristianos. Andrade dudó pero entre la tropa había cundido el miedo. Mandó hacer cruces de madera e hizo que las clavaran en lugares bien visibles de las aldeas. Los principales de cada aldea entendieron el extraordinario mensaje, se apostaron bajo las cruces en círculos y enseguida prohibieron a las mujeres, los niños y los artesanos cruzar al principio un círculo de cal, luego varios concéntricos de almagre, ceniza y tierras pardas, sobre cuyo trazado se les veía discutir

– pensó Andrade de Zafra –. Cuando los soldados descubrieron que los testículos eran de arroz, el fraile explicó que eran substituciones y que las discusiones bajo la cruz de los principales se refería a los calendarios, y que la inquietud creciente de los jefes se debía a la Santa Cruz que les confundía en sus antiguas creencias”.

“Mientras tanto, Andrade urdió un plan y el día de Pascua pasó a cuchillo a todos los nativos que a mediodía estaban bajo la cruz”.

—Serían criadillas —añadió Claramunt con cierta ironía.

—Déjelo Claramunt. Prosiga.

“La Flor del Plátano trienal se abre a la luz de nuestros campos en abril y mayo sin falta. Cada tres generaciones, sin embargo, una no se agosta y sigue el curso del año fresca como el primer día. Si se tuerce le florece de improviso el azahar y da naranjas sin pulpa llamadas , porque saben a plátano. Son muy apreciadas en la baja Andalucía y en algunas zonas de Extremadura. Escasean. En un 2% (aproximadamente) de los trazos blancos cristaliza el azúcar. La común es extrovertida como ninguna. Se dice que cuando zumba confunde a todas las abejas del panal más cercano excepto a la reina, que ni la oye ni la ve, pero no se salva, porque todo el panal cae en el olvido. Cuando se pone el sol el frío rinde a la nube en diecisiete minutos y es entonces cuando el aleteo de la masa de insectos aún con vida, reflejando las últimas luces del día, llaman a los picantones gemelos al pie de la Flor. En tan poco tiempo cuentan la mitad del número exacto de abejas cada uno, que al instante la bandada de aves justa (en exacto número) devora a los insectos alzando los picos tan grácilmente que la Flor se ve en las aves tan halagada que las hace suyas hasta el amanecer. A este fenómeno los campesinos le llaman y en el Condado de Boyullos ”.

—Almibaradas —dijo Claramunt.

—Mejor no diga nada Claramunt. Siga.

“Los gusanos del Tigre (número 649) …¡ah!, se me olvidaba: la Flor del Plátano, número 648”.

—Sáltelo —le interrumpió el Polígrafo con cierta impaciencia pues deseaba oírse más. Claramunt continuó leyendo:

“Los Gusanos del Tigre tienen las trazas de las especies que no quieren estarse en el sitio. Son anulares y les costriñe el cíngulo talar. Crecen de los bolos del tigre indio en zonas umbrías de buen grado, y con sumo cuidado en invernaderos cerrados. Soportan mal las corrientes de aire y las voces. Algunas son desleales de pronto y se inclinan lenta e irremediablemente a hincar la última cabeza en el tubérculo más cercano. A menudo lo consiguen, no sin daño para el conjunto que se ve desairado. Sin mermas de miembros las reducciones de masa basal les amarga y les desorienta. Klausio interpretó caquexia en estos casos pero ha quedado claro que son invidentes. La micción de gato los endereza; la de perro los decolora. La de varones no sirve”.

– No digo nada –sentenció Claramunt.

—Mejor —añadió el Polígrafo.

—¿Sigo? —preguntó el jardinero. El Polígrafo asintió.

“La pava de Chinchón —continuó leyendo el jardinero— tiene a todas luces pretensiones nobiliarias entre pensamientos que no le dejan erguirse (Reguera Fuentes) o (Montalvo). Lo cierto es que se va al suelo para después volverse bocarriba y, sin solución de continuidad, seguir una aspiración tan propia de la Pava que siempre será mejor que no se le propongan modificaciones; ni la ciencia se aclararía ni ella se encontraría mejor. Dicho esto, debe advertirse el bellísimo giro vertebral y las luces intercostales del plumaje. El tórax hueco de la Pava le da a la voz de esta Flor esa tonalidad gangosa que genera tantas antipatías como sonrisas. Sólo en Chinchón se le oye bien (Montalvo), (Reguera Fuentes), como se dice en el campo de Chinchón, donde se opta por mirarla sin atender ni a lo que quiere ni a lo que piensa”.

—Cierto —dijo el Polígrafo sin esperar a que el jardinero terminara de leer. Y añadió:

—Es de todo punto necesario no molestar a esta por si pica ni interesarse en lo que piensa y ¡por Hércules! no preguntarle qué quiere… que podría remover la exposición entera. Prosiga.

“Número 650 (la anterior). La Tris Cruel es la número 651. Tiene picos, uñas, corona y un defecto. Con los picos da en el aire sitio al vacío que abre en los vuelos de los insectos más ingenuos el tiempo que dura la floración de las crudelias, enero y febrero de los años fríos. Con las uñas teje un ardid banal, pero no poco efectivo sin embargo contra los insufribles, que no son otros que los moscones de Pavía y las mal llamadas . Un malentendido secular coloca a éstas en la esfera privilegiada de las amantes de la Cruel, cuando lo cierto es que no quieren ni sufrir un poco, nada; de modo que no caen en la tentación de leer en las palabras que uña la Tris venenosa en el espacio. Los parásitos sí le leen e ipso facto los trama y los engulle. Para darle entendimiento a los arácnidos, en cambio, debe de coordinar los movimientos de la corona, los picos y las uñas. Para no fallar hunde su defecto en dolor y hace ser de la no alternancia de sus brazos angulados. Klausio interpretó la crueldad característica de la Tris derivada de lo que llamó , pero el avance de la Entomología y el paso del tiempo han mostrado que no usa hilos ni elige: sólo admite a los que le abrazan”.

—Apártese Claramunt -advirtió el Polígrafo.

—Fíjese…

—¡Apártese hombre!

—Y ésta ¿cuál es? —insistió Claramunt.

—Lea —dijo el Polígrafo señalando el catálogo que el jardinero, mirando a Claramunt (que seguía muy cerca de las flores), sostenía abierto.

Cuando Claramunt se retiró de las Flores un poco, el jardinero buscó el texto y leyó:

“Las Trompetas —dijo indicando con la mirada la Flor Ártica número 652 – son dobles de un palo de haya que crece por días al albur, sin otro freno que las paredes y un programa partido. El cáliz de un sólo sépalo le da nombre. No tiene corola ni pétalos, la mitad de los estambres en el androceo de un lado y la otra mitad en el otro; dos prominentes carpelos se abren paso del fondo de sendos cálices. Los estambres

al gineceo partido o doble dan a esta Flor el aspecto inconfundible de esta desgarbada variedad de la inexistencia, divisa no obstante, de las Árticas”.

—¿Quién lo entiende? –preguntó Claramunt, visiblemente molesto.

—Habrá que ver —contestó el Polígrafo.

—Ya están todas vistas —concluyó el jardinero.

—Pues bien —añadió el Polígrafo— hemos arrojado luz a estas flores del ártico que no existían y hemos confirmado, más que la no-verdad del infierno (en el que nunca creímos) pero en el que sí vimos perecer a las Flores en la medida que erraban. Nos hemos preguntado cómo podrían no ser si el jardinero las tenía pensadas de antes, sin amarlas, es cierto, tal como ha confesado. Pero hemos visto que no era óbice a que por partes vinieran a este lugar –diciendo esto dio varios taconazos seguidos en el suelo de granito– lugar de las cosas al que nos debemos en todos los reinos de la naturaleza, qué duda cabe, y no a esa otra melodiosa totalidad armónica que pretende Silva Silva, que con razón las Flores trastornan y que como el Helicón u otra montaña nevada, cae por fuera de nuestras físicas deliberaciones.

En la sala se hizo un profundo silencio que Manuel Sánchez del Río dejó correr sin restricción, hasta que al cabo, creyéndolo cumplido, dijo:

—Vayamos a las Cosas.