Virginia Woolf. Dibujos I y II

La voz de Virginia Woolf irrumpe inesperadamente en la noche cerrada de la Vera del Higueral. Una actriz lee la carta que le dejó a Leonard Woolf la mañana de su suicidio. Escribí entonces unos versos inspirados en lo que acababa de oír. No volví sobre estos versos hasta que comencé la serie de retratos. Entonces busqué la carta en Internet y me sorprendió que los versos no se parecían a lo que yo había oido. Solo se repite la palabra enfermedad (desease). Junto a los versos dibujé un perfil de Virginia. Había pensado en una especie de Jano, mitad Virginia mitad yo, en un “Virginia soy yo” al modo de Flaubert : “Madame Bovary soy yo”. Pretendía identificarme con Virginia, plantarle cara a la enfermedad y, de paso, a mi propia tristeza. El resultado no fue muy satisfactorio, aunque solo fuera un boceto. De un modo incipiente los bocetos anticipan los aciertos y las deficiencias que las obras generalmente arrastran hasta el final. Hasta ahora, la imagen que tenía de Virginia era la pre-rafaelista, aquella en la que, aún muy joven, aparece de perfil. Esta imagen me atraía poderosamente por su clasicismo, aunque nunca me haya interesado el Pre-rafaelismo. (Sin embargo dice mucho de la formación de Virginia Woolf y demuestra una vez más que los artistas y las estéticas están profundamente imbricados en sus épocas). Cuando Antonio Bellotti, hace muchos años, me señaló que en el resto de los retratos desaparecía ese equilibrio, y que las verdaderas facciones de Virginia tendían más bien al desequilibrio de las partes, lo entendí pero no volví a pensar en esto.

Cuando recibí el encargo del retrato de Manuel Azaña, recurrí a todas las fotografías que pude encontrar en el Internet. Hacer un retrato desde una fotografía contrariaba algunos juicios muy sólidamente asentados en nuestra tradición contemporánea. Opiniones que yo mismo compartía. Sin embargo, el deseo de hacerlo y la determinación de convertir esta obra en un ejercicio de soberanía, se vio justificado cuando varias personas de la Institución “arte” opinaron que yo no debería haberlo hecho porque – ya – no debe de hacerse. (En adelante, serán éstos los que tendrán que hacerse cargo de haber dicho lo que un artista puede o no puede hacer. Mientras, el retrato de Azaña sigue su curso).

 

Dibujos I

 

Las fotografías que usé para el retrato de Azaña eran fotocopias de baja calidad. El negro de la tinta sobre el papel, sin embargo, me intrigaba, me sugería una vía de trabajo de la que no sabía decir nada. Cuando imprimí las fotografías de Virginia Woolf me encontré con la misma sugerencia. Los primeros dibujos que hice son los que ahora aparecen numerados como la serie II. Están hechos a lápiz y son tentativas de realizar el Jano (Virginia/yo). Abandoné esa pretensión y éstos se resolvieron por otra vía. Cuando abordé la serie I, ya me encontraba mejor preparado para abordar sin reservas el retrato de Virginia Woolf. Elegí un tamaño de papel y decidí trabajar como un retratista de calle(1). Tenía las fotocopias que me servían de modelo. De este modelo no se me ocurrió dudar. Pensé entonces en que el retratista de calle expone junto al caballete el retrato de un personaje conocido para demostrar a los clientes que puede alcanzar el parecido, un misterio difícil de desentrañar para los no iniciados. Lo que sí pude comprobar luego fue la crudeza cartesiana de los pixeles en unas fotografías que daban versiones tan distintas de una misma persona. Cierto que con algunas salvedades: en las de Man Ray sobretodo, y en las que he llamado “pre-rafaelistas”, es decir, en las que hay un autor, un individuo que se reconoce haciendo la fotografía.

La sospecha de que en todo lo que me produce una repulsa inexplicable, se esconde una vía de trabajo interesante, me llevó a pensar en la factura al carboncillo o lápices grasos que emplean estos retratistas. Un mal hacer porque el trazo sirve al efecto del parecido, no al de sus propias lógicas. El dibujante enajena el fin del retrato, la presencia, reduciéndolo a medio: el retrato cita literalmente las facciones del espectador retratado al que halaga secretamente porque le hace reconocerse a sí mismo. En este reconocimiento, el retratado cree vivir un anticipo de su inmortalidad. Pero no pasa de ser un reconocimiento póstumo en vida. El retratado no quiere saberlo, pero la imagen mortecina que se lleva su casa ya es carne de almoneda, retrato de un muerto olvidado.

El color negro llega a la pintura con la invención de la fotografía, y todo lo que antes se realiza en blanco y negro, en las artes gráficas y en la propia pintura, anticipa la invención de la fotografía. El modo de pensar científico se cree anticipador del futuro, pero lo que en verdad hace es penetrar la realidad material e inmediata con sus intuiciones. Intuiciones científicas que paradójicamente no necesitan de pruebas para afectar la existencia de las personas, para contaminar el lenguaje. Bajo la sorpresa inicial frente al descubrimiento científico que se escribe entre exclamaciones, está la formula invariable que confirma lo intuido. Si el retratista de calle prefiere una fotografía al posado del retratado en persona, es porque está pensando fotográficamente. De modo que el color negro devaluado, reducido a apariencia, corre por el papel sin obrar propiamente, sin colorear, sin descubrirse como color(2). El empleo, además, de la goma de borrar para “sacar” los efectos de luz y sombra, contribuyen a emborronar el papel, lo que en el argot de los estudiantes de dibujo les rebaja a dibujos “sucios”. También es importante notar que el retratista (como en mi caso) apenas se separa del papel, transcribe de la foto o del retratado lo que ve sin concederle ni un poco de autonomía a la obra, que no crece porque la miopía del retratista no la deja, literalmente, aflorar.

Todos estos defectos debían de concurrir en la factura de los retratos de Virginia. Salvo que a la banalidad del parecido opuse el uso de pintura negra. La pintura negra (de empleo en pizarras) llegaba desde los bordes del papel para cercar como una máscara o un casco de guerra las facciones de Virginia, en algún caso hasta encerrarla casi por completo. No me interesaba tanto la interpretación (la negrura de la demencia) de este color negro, como la concentración de expresividad que los cercos negros producían sobre las partes del dibujo que dejaba libres, especialmente los ojos y la boca. Así, el mal hacer del retratista que busca el parecido, se trastocó en una reaparición de Virginia.

 

Dibujos II

 

Hay dos obras que a modo de addenda cierran esta incursión en la figura de Virginia Woolf.

Con los versos ensayé la escritura del poema sobre un trozo de papel-pizarra que incluí en la serie I. Con la tiza me pareció que podía borrar y reescribir, ampliar las convenciones de la escritura, llevar el dibujo adentro del poema, más allá de la tipografía. En cualquier caso es algo que debo experimentar(3).

Por último, con las fotografías de Virginia, monté un collage al modo de Google Imágenes. Esta obra es un cartel. Pero fotografié (sin técnica alguna) las fotocopias porque la  tinta negra de las impresoras es frágil y nociva. Vi entonces que el negro desaparecía de las fotos. Y que el negro, alterado como color, solamente estaba en los dibujos a lápiz.

Hay sendos abismos entre la imagen de Virginia en la pantalla, la fotocopia impresa en papel, la fotografía de la fotocopia y los dibujos.

 

Cartel

Virginia Woolf. Dibujos

EB. 2017.

1.- La caricatura es otra vía de investigación posible.
2.- Lo que se dice aquí de la fotografía en B y N vale para la fotografía en color, aunque no sea el caso.
3.- La transcripción de los versos en la pizarra sería la siguiente: UNA TRISTEZA SIN FIN/VIRGINIA./Como si la tristeza fuera/Virginia/UN LOBO/UNA AMENAZA/UN TRUENO/TU MISMA/VIRGINIA=TRISTEZA./TE DECLARAS/ENAMORADA/AGRADECIDA/CORRESPONDIENTE/AMADA, TAN AMENAZADA/VIRGINIA,/Como si el comienzo de todo lo/imaginable, como si volviendo/al comienzo/VIRGINIA: QUÉ TRISTE VOLAR/INICIAR EL COMIENZO/EJECUTAR LA SUERTE/DEJARSE IR/VERLAS VENIR/desease/MY OWN desease/MI/MORIR.