La Ciudad. El Oficio de Dédalo. Ucrónicas

«La Naturaleza (Arte con el cual Dios ha hecho y gobierna el mundo) es imitada por el Arte del hombre en muchas cosas y, entre otras, en la producción de un animal artificial (…) Pero el Arte va aún más lejos, imitando la obra más racional y excelente de la Naturaleza que es el hombre. Pues mediante el Arte se crea ese gran Leviatán que se llama una República o Estado (Civitas en latín) y que no es sino un hombre artificial aunque de estatura y fuerza superiores a las del natural para cuya protección y defensa fue pensado».

Thomas Hobbes, Leviatán.

La Ciudad. El Oficio de Dédalo. UcrónicasDos escaparates y una puerta acristalada sobre un escalón bajo de granito separan la ciudad de La ciudad. Cuando se hace de noche, estos escaparates irradian un resplandor. De día, en cambio, la luz del sol borra la desigualdad entre ambos lados. Podría suceder que a alguna hora del día, en determinada época del año, un haz monumental de luz atravesara alguno de los escaparates y, coincidiendo con esta exposición, señalara alguna obra o llegara a darle una significación maravillosa a lo que acontece entre ellas. Pero no es así, inunda el espacio anulando prácticamente la luz artificial y cegando en parte las cristaleras, de forma que éstas espejean la realidad deformándola. Estas cristaleras reelaboran tanto lo que afuera está inmóvil: los edificios, las cosas quietas; como lo que se mueve: los automóviles, los pájaros y los viandantes.

Si los escaparates fueran ojos éstos estarían en el interior, detrás de las cristaleras que a su vez no serían otra cosa que las gafas del propio Leviatán. Hasta ahora toda obra fue una interpretación de lo que el monstruo albergaba en su interior. Y, al mismo tiempo, toda obra estaba empeñada en alterar el interior del monstruo.

Cierto es que en el exterior, expuesta a la mirada de Leviatán, estaba la Naturaleza. Afuera había donde buscar inspiración. Servía de modelo y de medida. De manera que dominar al Leviatán consistía en imponerle una fidelidad a esa Naturaleza. Una fidelidad que no fue entendida exclusivamente como la semejanza entre un interior subjetivo y un exterior objetivo. Nuestro pasado inmediato está hecho del empeño de transformar esa relación entre Leviatán y esa Naturaleza. Con esta abstracción, que la exposición debería desmentir, se explica la atención (que ahora nos parece desmesurada) que han recibido las cristaleras, es decir, las gafas del Leviatán. Ya hemos visto qué cantidad de fenómenos pueden acaecer en las cristaleras, y desde cuántas posiciones (artificios) puede abordarse la relación entre las partes, incluso la propia destrucción o desaparición de las cristaleras.

Con el mismo esquema cabía entenderse la relación entre aquel que hacía en el interior del monstruo, movido por toda clase de motivaciones subjetivas, igualmente legítimas (siempre que el compromiso fuera íntegro), y el público que esperaba recibir los bienes de aquel esfuerzo individual. Que el público no estuviera sintonizado siempre con el empeño y la valía del autor que libraba, inmerso en el interior del Leviatán, una batalla a favor del público, en contra de la inclinación del monstruo a la autocomplacencia y a favor de que Leviatán se hiciera uno con el público, no despojó al autor de su función heroica.

Solamente es cierto en parte que todas las funciones intermedias entre el público y el autor, incluidas estas mismas, estén en crisis porque una oleada general de lucidez haya convenido en advertir el desmembramiento del cuerpo social. Se advierte la crisis porque las cantidades de materia que necesita quemar el monstruo crecen a tal velocidad, que a continuación de establecerse la categoría nueva ya pide transformarse. Al contrario de lo que inicialmente designaba, la crisis ha pasado a ocupar un lugar permanente mientras otra cosa no tiene lugar. A esta permanente huida hacia adelante no hay alternativa en el mismo sentido. Basta con desbancar el principio de necesidad que lo alimenta. Pero adviértase que si de ese derrocamiento se esperan efectos de orden subjetivo (estéticos) u objetivo (transformación) se yerra. El derrocamiento de esa necesidad (limpia) no produce efectos: a medida que se realiza adentra a quien lo saborea en la intemperie del día.

El ojo es vital. Al ojo le concierne espacialmente la preservación de la vida del cuerpo en el que está implantado. Que el ojo comprenda es vital. Sólo en el caso de que haya decidido entregar la vida puede prescindir de la visión. Las Tinieblas, lugar del que no podemos dar cuenta, sabes que no es donde impera la ceguera. Es donde no hay visión. Lugar sin visión, las Tinieblas son la barbarie imaginada. El ojo que parpadea es la señal de lo diurno. Lo diurno es más que lo que se opone a la noche. La noche parece un día sin luz. El sueño una realidad sin materia. Ambas, el sueño y la noche, son realizaciones pintorescas que el cuerpo y el día se dan para soportar la implacable de lo diurno.

Hay un mundo donde la visión no depende del ojo. Al microcosmos no accede la visión más que con el lenguaje de las matemáticas. Las formulaciones que producen las matemáticas no responden a ninguna imagen concreta y plástica . Todo lo que aquí se presenta como cosa del ojo, lo es porque pertenece a una experiencia del macrocosmos.

La intemperie de lo diurno abarca el microcosmos y el macrocosmos. En su ámbito sin límites la visión tiene en el órgano ojo su símbolo porque el ojo devora la luz. Esta apreciación falsa, esta licencia, ilustra dos atributos del ojo: su carácter selvático y carnívoro; y su naturaleza sexual.

Un lugar sin sombras estaría en el limbo, albergado por los incorpóreos. Tenemos cuerpos sin más. El asunto estás dilucidar qué hacemos con las sombras. Con Prometeo el robo del fuego nos obliga a ocultarnos en la cueva. La actividad prometeica tiende a reducirlo todo al ámbito de lo privado. Por ello en su hacer siempre hay un rastro de culpa, una acción antecedente a menudo borrosa, que está afuera. De su interior (psique) emergen las apariencias que modela mientras arde la llama. La llama, aún siendo un fragmento del sol, amenaza a Prometeo con extinguirse. Con la bujía disuelve la amenaza de extinción, pero en la emulación de la constancia del propio sol, Prometeo aliena su trabajo. Con la pantalla enmarca un doble de la realidad. El manejo de este doble produce una sobreexcitación sensorial. Esta sobreexcitación acaece en el doble mientras el cuerpo real se adormece. Prometeo el torturador no desperdicia los avances tecnológicos: abrasa, electrocuta y aísla sensorialmente (teología, antropología, ecología).

La biografía de Prometeo es engañosa . Su éxito es falso, no ha salido de la cueva desde donde dice haber urdido un pacto necesario con Zeus. El pacto estipula que le cede a Dios la autoría de la Naturaleza en la que incluye al género humano, en cuyo nombre habla en adelante, a cambio de permitirse la invención del monstruo Leviatán a imagen de la vida que concibe comparándola con un autómata. Prometeo secuestra la vida de los hombres. Prometeo es el automatizador.

Este pacto es un fraude. No a causa de su ilegitimidad: menos, no existen partes.

Las sombras que le confieren plasticidad a las cosas bañadas de luz, que están en la intemperie ajenas a la red urdida por Prometeo, éste las presenta como rastros, consecuencias o derivados de un trato con Dios. La razón del Prometeo está en hacernos entender que allí donde hay lenguaje significa que ha habido intercambio con Dios. El espacio abierto se convierte bajo este supuesto en lo que nos ha sido dado para ser cercado. Con Prometeo se enajena la experiencia de lo sagrado (el vacío). Dar el ser ya es el paradigma del hacer del Prometeo en su deambular sobre la Naturaleza (Arte con el cual Dios ha hecho y gobierno el mundo). El prometeico, con este convencimiento, ya está preparado para elaborarlo todo a imagen y semejanza de Dios. Ya es inhumano. Y ya se le ve huir de aquella intemperie donde no puede imponer su gobierno.

Al lenguaje no se le ha escapado la verdad, y lo dice cada vez que califica de inhumanas las acciones más propias de ese hombre. Cada vez que Prometeo imita el acto de creación renueva su poder.

Por fuera de la Naturaleza, la luz que la Ciencia presenta como un límite irrebasable en su constancia sin solución, nos brinda un ejemplo de sentido que no persigue un fin o es dirigido hacia la necesidad. Lo sagrado se incardina justamente donde el sentido deserta de la necesidad. Y en esta deserción es donde el individuo se haya deseante. El valor surge entonces del hacer deseante y ya se dispone sin intermediación alguna (a excepción de los fragmentos de la Naturaleza que todavía le incrusten ser al hacer), a hundirse en el acontecimiento como plusvalía. Este valor ya no es prometeico. Acontece en la intemperie de lo diurno. Es el oficio de Dédalo.

El acontecimiento es luz, presentación del vacío, de la misma manera que el valor, ajeno a la necesidad, es plusvalía, sombra en el seno de un acontecimiento que de lo contrario sería nada.

Que la Naturaleza parezca partidaria de la nada empieza a explicarse. El triunfo de de la Naturaleza, que siempre siempre aspira a ser definitivo, depende del grado de penetración que haya alcanzado en la naturaleza de cada individuo. En la media que la Naturaleza insufla de nada al individuo, éste reclama nociones de ética que suplan la enajenación o la pérdida de sentido. En este contexto, su reclamación de sentido se ve atendida por el Arte que se presta a restaurar el pacto. Esta maniobra siempre le devuelve como a un prófugo fracasado a la Naturaleza. El retorno de las religiones tanto como el auge de la Ecología pertenecen a esta última estratagema de Prometeo.

Antes de resolverse en uno que se extraña en la intemperie de lo diurno, hay dos en guerra: El hacer prometeico y el oficio de Dédalo. El lobo que rige la ciudad y el que ha vuelto junto a Apolo (lykos agoraios). El ser lobuno es un adentro: la primacía de lo privado. Es prometeico: la primacía del trabajo creador. Es gobernador: ordena la ciudad. Las tres formas del ser lobuno aseguran la primacía de la violencia. Las tres significan el triunfo de la Naturaleza en la naturaleza de cada individuo. Garantizando la primacía del ser en uno mismo no le quedan obstáculos al individuo para realizarse en la ciudad. Su realización coincide con la realización de la ciega necesidad.

En El ágora, la obra que ocupa el centro de la sala 1 (La ciudad), están todas las partes en conflicto de la ciudad un instante antes de resolverse. Estas partes coinciden con las del autómata. Hay, sin embargo, un temor que se resiste a resolverse. Está en el corazón que en esa obra (El ágora) sigue entendiéndose como núcleo. El corazón está trabado en un burujo de hilo de bronce. Este burujo, el cuerpo del lobo, es donde la angustia trama el tejido ético del animal.

¿Le cabe al lobo situarse por fuera de la angustia (sin temor a errar), por fuera de la ética sin acabar atrapado en las redes de la ciega necesidad?

 

LA CIUDAD

Nereida nº XIX es una escultura labrada en mármol blanco de Macael que está empotrada en la pared. En toda la extensión de este testero de muro blanco aparece como la única oscilación, el único motivo en el que la mirada podría entretenerse. Pero tampoco la propia escultura dice nada que pueda guiar al espectador a ningún sitio reconocible. Cierto es que es una cosa. No otra que ella misma antes y después de haber sido deseada. Pero antes, se diría, el deseo sin asidero, mera circunstancia de la lengua y del órgano, vaga insubstancialmente de brillo en brillo. Si el resplandeciente Apolo preside esta sala, aquel de que se dijo delfinos, del mar, amén de oracular, vencedor de la serpiente y protector de los marineros, la Nereida tiene lugar para fijar desde el principio en la baraunda de la plaza, en el toma y daca de los afectos y las demandas, la quietud de lo constante: la luz. Luz, que se dramatiza en la cabeza del marinero en la forma de una de las treinta y tres hijas de Nereo. De la borda casi cae el mar el marinero pues no sabe si lo que ve (la Nereida) tiene asiento en materia turgente alguna, como la piel erizada que le roza las pupilas, o es toda ella lomo de piel sin fin ni pliegue ni parte distinguible de otra cosa en toda la extensión del océano. Tan bobo es éste como el otro marinero que dijo «te deseo». Y cayose.

El frontón es antes que nada la casa. La casa está por Atenea partenós. A sus pies la casa es una escena. La escena no es otra que la Batalla junto al Río, la que se describe en el capítulo XXI de la Ilíada. Todo lo que pudiera discernirse en las formas aquí se lee aquí. Lo que hay labrado es una suma de formas detalladas, olas, rizos, nubes, pliegues, brocados etc…, que n requieren más que ser contemplados. Podrían multiplicarse, siguiendo el relato, hasta el infinito. Si conviene señalar que todo, excepto Aquiles, la escultura de madera de haya quemada que extiende un hierro por fuera del perfil del frontón, buscando apoyo en algún punto del muro, es decir, afuera, sucede dentro de un marco, la tribu, la ciudad, la Patria, el Orbe. Cualquiera de estos marcos «civiles» comprende la guerra.

El buceador y la doncella es una obra que resulta del encuentro de una antigua serie de obras titulada The Divers, con este último intento de abordar una estatua. La doncella, hecha de madera y escayola policromada. En La doncella, de 2,20 metros de altura, está el vértigo de abordar la realización de una figura en la mitad de un tiempo en el que esto se hace al amparo de la fotografía. Esa figuración no entorpece las lecturas que conciernen al momento presente, pero si no se hace ahora habrá de hacerse en el futuro. Sin ser La doncella un ejercicio de verismo o de naturalismo, intenté abordar en la medida de lo posible y por primera vez el encaje en uno de varios programas. Uno es evolución de la escultura griega. Es decir, ésta parte de formas arcaizantes, de origen egipcio, pasa por una plenitud de formas «clásicas» que desembocan en el estilo patético de Scopas. Aunque peque de esquemático, el programa me sirvió para recordar vivamente: ¿Qué? Quedará por dilucidar más adelante. La androginia es el otro asunto. Esta materia del ojo se cerró al ser vestida la escultura al modo de cierta escultura policromada. La doncella mira una perla. Esta perla en otras escenas de The Divers es lo que estos buceadores ya tienen o buscan en los fondos arenosos. Fondos de piel, fondos de superficie en los que, si antes se recortaban contra el imaginario pecio, ahora con este buceador se despega del fondo y cuelga, haciendo equilibrios en el espacio, de las faldas de La doncella que le aparta, al tiempo que observa (las cuencas de los ojos vacías) la perla con suma atención. La doncella es un animal de tierra, de uña y pelo. El buceador es el anfibio de un estanque con fondo de arena y herrumbre.

El meteco que está al pie del escaparate más alejado de la puerta, es el cráneo de un ser de dudosa clasificación. Entre animal y hombre, mamífero probablemente, no se halla en estado de descomposición ni puede decirse que esté vivo. De manera que no es sólo su complexión lo extraño sino la condición misma de las nociones de vivo/muerto lo que aquí trae El meteco. Siendo nada más que cabeza, podría apuntarse a que aquí se anticipa una forma más elevada de cuerpo neo-humano, un cuerpo que habría progresivamente prescindido de las partes articuladas y los órganos que al principio sirvieron a los antepasados del meteco para sostenerse, erectos primero, luego adiestrar sus capacidades prensiles, y por fin, concentrándose tanto en sus capacidades informáticas, acabar con esta forma de cráneo cuyo cuerpo virtual goza de su parte de vida animada sobre la superficie de una pantalla. La vieja noción de modelado que aún perdura en los recovecos de la lengua, que materna en esencia y reacia a soltar lo que significa, tanto como a la inversa es refugio en lo que en cada uno, en cada momento, estima que debe conservarse, dice de la forma modelada (y por extensión del cuerpo), que es una parte que se estira o se encoge, que siempre conserva algún rastro de la estadía inmediatamente anterior y que el volumen (la cantidad de masa) oscila dentro de unos parámetros que identifican en el cuerpo viviente.

El meteco es toda su alma en el cerebro que aloja su cráneo que, a su vez, es el último vestigio de su forma anterior. El segundo ojo cae por fuera de la parte principal, que no es tal, sino otra parte separada pero íntegra del mismo ser extraño. Antes parecía que la separación se perpetraba en la existencia pasiva de las distancias que la orografía, los mares, las lenguas y las inclemencias del tiempo se encargaban de hacer patentes:
»Vivir, desde el principio, es separarse»
escribió Pedro Salinas. La trágica condición de este extranjero es precisamente no poderlo ser. Sin el amparo de la distancia, el cristal representa la evaporación de la verdad en la pantalla. Sólo la invención de una conciencia ajena al ser puede abrir la posibilidad de realizar en vida lo que la cumple de verdad: el extrañamiento. (La tarea ímproba porque tan mermada está la armadura de lo filial que el recurso liberador no parecer / no ser como nuestros padres es casi inútil).

El ágora es un hilo de bronce que discurre por algunas de las partes que forman el monstruo Leviatán, cuyo autor es de la estirpe de Prometeo. De este lobo prometeico escapa el lobo modelado en barro por Dédalo que es aquel que se conoció como «Lobo del Ágora», asesino y prófugo que acogió Apolo, según la tradición, en el corazón mismo del ágora ateniense.

Hay dos lobos en El ágora que se disputan la ciudad (civitas). No la posesión efectiva sino su concepción. Uno es de la estirpe de Prometeo, el que trama la historia y del que pende todo artificio de bronce, el ovillo que roba el reino ucrónico para construir su ciudad, su propio cuerpo que prolongación (angustia) interminable de ésta, atraviesa perpendicularmente un carrete (la imposibilidad de la justicia), atraviesa y captura la voluntad de Silvano en zancos (la armonía entre el orden natural de los deseos: el falo erecto, y las habilidades políticas: los zancos) y la Osa Mayor (la imaginación) que ve dibujarse en el muro. Esta suma confusa de mecanismos (el autómata) de cuya vida Prometeo como autor se cree poseedor, le atraviesa el hocico (le humilla y le place) obligándole a sostener en pie de por vida al autómata. Prometeo es autor y esclavo de su autómata. Hay otro lobo modelado en barro que pugna por emerger del suelo separado del autómata. Este lobo es amigo de las partes por separado del autómata que rechazan la argucia de Prometeo. Este lobo de barro ha sufrido una suerte de iluminación. Es likos agoraios el asesino fugitivo que vuelve al ágora, junto a Apolo «en busca de amparo y expiación».

El cazador es una escultura labrada en madera de caoba que se levanta del suelo sobre cinco estípites. Es un hombre gordo elevado sobre un tronco articulado semejante a una columna artificial. El estilita es un hombre que abandona lo terrenal, se acerca al cielo montándose en una columna y a menudo, desde ahí, increpa al resto de los hombres. Es venerado y objeto de escarnio. El estilita que ha sufrido una deformación de vida a un cambio de su personalidad. Se diría que el cazador persiste en el estilita y viceversa. De ahí que compartan rasgos. El cazador mira con tanta atención la presa que convierte su cara en diana. Un objetivo que le ciega. El estilita se acerca tanto al cielo, que su condición humana, en el aislamiento, se hace patente. Pero alguien dirá: Estilitas no hay. Los cazadores deportistas no son cazadores propiamente. Pero la vida jamás se concibió tan decididamente como la búsqueda de una sociedad abierta de sustento y más. Tal vez el éxito. Una forma de éxito, sin embargo, movía al estilita. Otra al cazador primitivo y otra al patético deportistas. Alguien a descrito gráficamente la actividad del hombre moderno frente a la posibilidad que se le ofrece de tener éxito: «si puedo lo hago». Desfasada queda la pregunta por el deber. Este es el cazador (gordo) que se expone sobre los estípites. Dédalo ha alterado las apariencias porque siendo flaco in mente no quiere cuerpo que le impida inventar conceptos (el producto «financiero», por ejemplo), pero tiene que organizarlo para que el cumplimiento de las expectativas coincida con la deglución. De manera que tiene que cosificar lo invisible sin que esto se convierta en realidad. A veces le sucede y se encuentra en la cárcel. Que no es aquella de San Ignacio de Loyola, aquella que se llamó gordura del ánima: «porque no el mucho saber (tener) harta y satisface el ánima, mas el sentir y gustar de las cosas internamente».

 

EL OFICIO DE DÉDALO

Los cuatro soles en el medio macroscópico en el que no conviene olvidar que seguimos moviéndonos, son las machas del propio sol sobre unos pinos vistas a cuatro horas del día más largo del año, exactamente separados por la misma cantidad de tiempo y, por consiguiente, de espacio. Son círculos de luz y carne inscritos en la piel de unas tablas de pino rectangulares que bien pudieran ser el perfil sintetizado a contraluz de un árbol entero, o, aparte de esta impresión sensible, los cuatro puntos cardinales iluminados por el sol a un mismo tiempo. Es como si cada sol, juntándose para mirar a un punto cardinal, formara con los otros una especie de viga puesta y hueca. Sería una diversión que el sol, saltándose la constancia de su implacable horario, se pusiera como un niño a jugar a marearse, y se mareara girando a una velocidad inimaginable, en torno al fuste de esta caja de pino.

La tumba de Apolo es una escultura que fue a parar a un pequeño poyete fijo. Un anillo de carne, lo poco de cuerpo que queda, descansa sobre el poyete contra la pared. Meligmata es lo que en el Ática hemos considerado desde tiempos remotos estrictamente necesario para sobrevivir en ultratumba. Son los siguientes alimentos: miel, leche, vino, aceite y agua. En sendos cuencos oblongos, se dice que reminiscencias de exóticos huevos de avestruz, se conservan estos productos para que los fieles alimenten a Febo mientras permanece en el Averno.

La caja hermética es una inútil singularidad de madera de castaño al borde de un creciente del muro que no dice más de lo que hay ni menos de lo que en decirlo, diciendo nada, hay que ganar. De manera que dice: ¡Basta de palabras! Y, a continuación: ¡proceda!

El ojo de carne es un trampantojo a la inversa. Lo cual no quiere decir que aluda a la ceguera o que niegue la visión. Si en el trampantojo se invita a la mirada, seduciendo a la mente, a ir a un más allá que resulta por imposible más fantástico que la realización de lo mismo y luego, removiendo la imposibilidad se efectuara lo visto, que es probablemente la segunda posibilidad que seduce de este artificio, aquí, este ojo (ese juego de cristales curvos empotrado en el cuerpo humano), que es más opaco y cavernoso que aéreo o cristalino, se convierte en el piel sin vello. Porque es iris y pupila sin mediación alguna, piel contra piel, la una traslúcida y la otra una región de mujer sin mediar ni una milésima de distancia entre ambos, no da lugar para la representación de ninguna fantasía. Es un ojo no iluso, un cuerpo contra cuerpo sin nada que dirimir excepto un placer sin límites ajeno a cualquier artificio de la visión.

La obra Apolo sobre plinto azul, vuelve a presentar al resplandeciente, esta vez en actitud de reposo. Su presencia nos pone ante un aspecto crucial de este oficio que he querido poner bajo el patronazgo de Dédalo. No vivimos una época en que esta manera de estar goce, en general, de predicamento. Se diría que todo lo que no está bien, según conviene la mayoría, no funciona. Es difícil encontrar algo que sin funcionar sea digno de elogio. Si esta voluntad de «funcionar», muy próxima a «servir», un individuo lo convierte en una negativa a funcionar no le cabe más que afrontar dos juicios, a cual peor: Uno, la demencia en cualquiera de sus manifestaciones, que se certifica mediante un «no rige». Un NO RIGE que como se ve es casi un cartel. Dos, la impotencia. Hay quien sencillamente no puede. Pero es tanto el trajín, tanto el crecimiento en cifras de todo, incluso ciertas cosas que hasta hace bien poco ni cabía imaginar que pudieran crecer, que todavía hay quien comete el error casi irreparable de decir que no quiere. Si lo dice señalándose se duplica su desgracia. Este «no quiero» despierta la saña dormida en el seno del funcionalismo, que ya es a su vez la seña de identidad de nuestra sociedad avanzada. Aunque en el seminario pueda plantearse la pregunta qué es la sociedad, en la vida corriente se la distingue enseguida detectando algo en funcionamiento. De manera que este individuo que antes de confesarse impotente podía pasar desapercibido, al declararse tal cosa ipso facto se torna asocial. La primera inocua impotencia, que además podría ser un error de apreciación propia, ya tiene carácter. La posibilidad de que aquel «no quiero» pueda tener lugar en la sociedad avanzada se aleja poco a poco. Los posibilistas (a veces interesados) argumentan que aquello que no funciona no tiene lugar. Parece cierto. Pero tal vez no entiendo la realidad como un gigantesco y único organismo, tampoco como una extensión que estuviéramos obligados a ocupar, quizá haya donde reposar fuera del manicomio.

Este Apolo reposa sobre un plinto pintado de azul. Este color no alude o simula la materia de la que está hecho Febo, es el propio cielo indiviso diluido en un cuenco lo que ha sido untado sobre este plinto que ya cobra sentido. Sin embargo, antes ya reposaba el plinto sobre el suelo. Y el suelo a su vez reposa sobre otro suelo y eventualmente sobre la Tierra. Podría seguirse así este descenso a los fundamentos de este plinto celeste que, a la inversa, se eleva hasta trastocarlos. Porque podríamos volver del centro exacto de la Tierra trayendo la noticia de una inverosímil verdad que diga: no posa el plinto, pende. Y podríamos instituir sobre la Tierra, con la nueva verdad, otra jerarquía que a la inversa de la convencional situara la paternidad de todo lo que se tienen en pie y gira a su alrededor en un centro hipotético. Un punto que la secta que nos gobernase enseguida tendría que declarar no conocible. De manera que la corrupción que engendra la jerarquía puede cambiar de sentido y permanecer invariable. El plinto azul posa sobre el suelo de una forma similar a cualquier otra osa que esté sobre el suelo, incluido el propio espectador. No se puede decir, sin embargo, sin incurrir en pedantería, de cualquier cosa que «reposa» sobre algo. Lo que reposa digamos que posa dos veces. Una igual que todas las demás, y la segunda, más. Aquí está la diferencia, este es el placer de pesar. Debe advertirse que una denuncia que identifique el mero sostener con una relación autoritaria entre las partes sin más, es paralizadora porque esconde una fantasía de tabula rasa que en realidad equivaldría al cumplimiento de la muerte. Cada cosa sostiene y es sostenida. El plinto azul sostiene otras dos partes: una pilastra irregular de mármol macizo sobre el que hay escrito el nombre y el apodo del Dios, y sobre esta pilastra una especie de manto rígido de piel. Esta piel oculta en parte el vástago de mármol en el que está escrito el nombre. Con estos tres elementos, plinto, vástago y piel, se puede, dándole cierto énfasis a la acción, montar o desmontar la imagen. Una imagen que no termina ahí. A su espalda, sobre la pared, una sombra de la piel que cubre el vástago se proyecta sobre el muro a la inversa, lo que aquí es piel allí es celeste. Y en la esquina más próxima, donde acaba el muro que corre cesgado, en el suelo, detrás de un sencillo trampantojo que la oculta detrás del muro, hay una serpiente vernácula.

Apolo en reposo, quieto y constante, vivificador, como otro animal asustadizo, alzará el vuelo en cualquier momento. ¿Evitará esta vez el trampantojo la insoluble desvenecencia de la Pitia y Febo? (suelo y aire).

En Minerva de olivo, Atenea ha echado a volar con el crepúsculo posándose en esta rama donde permanecerá inmóvil un rato largo antes de emprender el vuelo a la rama de un árbol más alto. Acecha cualquier cosa animada. Es toda ojos y de madera de olivo. De su compleja personalidad aquí muestra su vis más nocturna. Está posada sobre una rama, se diría que de escamas verdes. La rama, más todavía que el tronco, al crecer atravesando el aire, dando muestras en ésta última forma de haber vivido su propio crecimiento al albur de las contingencias del bosque, tales como la claridad, la orientación del tronco del que nace, la altura, el resto de la arboleda, etc., y hacerlo con el acuerdo de su especie en la libertad del espacio, hace todo lo que concierne a una escultura y remite directamente a la Naturaleza de las Cosas.

Febo en los infiernos es nuestro superhombre estrellado. Como la única fe del autor no es tal sino la sencilla constatación racional de que a los dioses, que existen con toda certeza, incluso en la mitad de la estupidez impía que nos atropella, les importa un bledo nuestras cuitas menores y no se implica en cosa humana propiamente, sino que si actuando en el medio que consideramos vanamente «humano», pasan dejando alguna huella o signo, la interpretación de éstos, siendo legítima, de alguna manera una forma (la interpretación) de divinidad subrogada (la palabra que tenemos), no debe ni por un momento hacernos pensar que han participado de nosotros con nosotros. Ya sea dardo o beso, lo que en nosotros se manifieste de los dioses es efecto sin causa, pues la causa les concierne estrictamente a los olímpicos que, como se sabe, causan y causan y causan. ¡Sonriamos! Siendo así: ¿qué nos impide vivir intensamente la ficticia? ¡Ficticia!, le increpó Manuel Sánchez del Río a la vida. Y como en la plaza del pueblo donde vivía no vieron a la vida que increpaba, creyeron justamente lo contrario de la verdad, que este hombre no creía en nada. El cura sí vio. ¿Qué?: lo demoníaco. Pero no es tal, no existe demoníaco propiamente. Lo que con tal nombre designa es el trato con aquellas huellas o signos que los invisibles dejaron a su paso. Habla la Pitia y le llaman loca. ¡Llamadle mujer!, dijo a propósito Manuel Sánchez del Río en otra ocasión. Y en otra: ¿oracular?, le preguntaron a propósito del dios. Falso, contestó. La risa miente, pero… dice tanto de la especie vacía del habla… Ahora bien, ¿qué hace Febo en el infierno? ¿Qué puede hacer la luz en las tinieblas? No hay forma de que pase. Pues falso, efectivamente. Incluso antes de hablar ya miente. Las tinieblas son una cosa infinita y blanca. Un hombre se hizo pasar por Apolo. La treta ante las puertas del Infierno fue negar que conociera palabra cierta alguna (que tuviera asiento en alguna cosa existente). Cuando se abrieron las puertas cayó al vacío blanco ningún tiempo. Estalló como un huevo, se formaron los colores en la descomposición de la infinita blancura del infierno. Desde entonces sirve el huevo partido de ejemplo exacto y concéntrico de la consumación de la perfección humana.

En Cuerpo celeste se siguen manejando las grandes dimensiones del macrocosmos. Este cuerpo hecho de cielo encogido, aparte de constituir una prueba más de las habilidades de Dédalo, sirve para que de nuevo la luz se haga carne, en este caso en la forma del rayo, figura tradicionalmente afín a la luz. Diez rayos luminosos que llegan atravesándolo todo, atraídos tal magnitud de cielo comprimido, lo atraviesan para perderse en una insondable oquedad negativa que debe imaginarse dentro del cielo.

 

UCRÓNICAS

Pareja es una escultura hecha en barro cocido y policromado. Es una escena de amor en la que Dédalo quiso representarlo como la fusión de dos. Ajeno a la tiranía del tiempo, quiso hacer lo mismo que los artistas etruscos lograron de manera inigualable en aquellas esculturas funerarias de Cerveteri, en las que exaltaron al amor sin contaminar de razones utilitarias.

La lengua juega malas pasadas a todos, reconozcámoslo. La fusión, dicha sin pensarlo bien, ha traicionado la dicha. La fusión por regla general suele ser una fuente de males. La fusión, que en definitiva es lo que se hace por fuerza cuando se manejan cosas complejas, aparte de las miserias analítico-deconstructivas, si se hace, y mucho más si se hace bien, que es hacer en este caso por fuera del orden natural, no debe convertirse en proyecto. Un proyecto de fusión ya es una amenaza de algo grande. En música es fuente de grandes males también.

Volvamos a la escultura: ¿Qué han hecho las manos del artista con aquel engendro de palabra (fusión) en su inocencia sino entregarlas a un ser que en sí es todo, alfa y omega de sí mismo? Que una vez que estuviera modelada la cabeza del que había de ser amante acabara en padre, pícaro, es cierto, pero padre al fin, ¿no es señal inequívoca de atraso, de predominio del primitivo en acción todavía? Y aún sin saberlo ¿no es alarmante que pretendiendo la mano modelar la mujer acariciada fuera impelida a no hacerlo hasta que se rindió al dictado de la palabra «fusión», que no podía sino hacer del primero viejo unión con el segundo (cómo no) joven y del mismo sexo? Decirlo y hacerlo fue todo uno. Desde entonces, la desafortunada intrusión de la palabra ya se abrió paso como la misma cosa que vino a ser sobre el caballete. Estando así las cosas (hechas las cabezas), hacer el resto del cuerpo no fue sino hacer un rendido a la palabra, de manera que modelar los dos cuerpos en uno fue lo mismo. Y el color luego.

Hermes es una escultura hecha en bronce. El bronce ha sido pulido para que la totalidad de la superficie brille en todas direcciones, para que desde muchos puntos de vista Hermes aparezca como un nudo de rayos.

Pocos accidentes pueden afectar tanto a un testigo como la diseminación de un cuerpo humano en el suelo. La integridad es una condición sin la que el cuerpo no puede tener lugar.

James Joyce en su primera novela, Retrato de un Artista Adolescente, siguiendo a Santo Tomás de Aquino, reivindicó que cualquier obra de arte debía ceñirse a tres requisitos: éstos, eran, cláritas, consonantia e intégritas. Es llamativo, sólo aparentemente, que un autor como Joyce haga una reivindicación tan radical de la unidad de la obra de arte. Intégritas significa que aquello que no es parte integral del marco en que se hace la obra (el cuerpo) es otra cosa.

Hermes es un dios rural que surge en Micenas entre pastores. Ermai significa «montón de piedras», y pervive con esta forma tan primitiva largo tiempo. Sin embargo, Hermes es inventor de la lira, realiza intercambios con otros dioses y se compromete a tareas muy complejas. Al mismo tiempo que se le recuerda como señal en los campos y guardián de las puertas itifálico, es objeto, no por casualidad, de las más sofisticadas formalizaciones antropomórficas. También es mensajero. Siendo Hermes resultado de una larga tradición, le afectan múltiples contradicciones. La más llamativa entre muchas es aquella entre la señal (el montón de piedras) y el mensaje (el vuelo de la noticia). Pero esta contradicción no es tal. Si la hubiera, Hermes se habría disuelto en varias partes que, o hubieran caído en el olvido o, reuniéndose en varios nuevos cuerpos (obras) diferentes, hubiera dado lugar a otras unidades.

Pero siendo una condición de la obra, esta intégritas se ve enseguida que no se resuelve formalmente de una sola manera, sino que se desplaza cayendo de forma en forma. La visibilidad o la invisibilidad de Hermes es un asunto de carácter, es un problema de representación no menor, pero en ningún caso hay cuerpo si no es entero. Un entero permeable.

Tal vez este sea uno de los asuntos de nuestro tiempo. Y esta inclinación a procurarle permeabilidad a la obra para que siga pudiendo hacerse, el indicador de la desesperación de una época que ve en su desaparición la amenaza de disolución que, en realidad, jamás dejó de amenazar al hombre. Aquella diseminación que al principio se vio en el cuerpo desmembrado que yacía en el suelo, objeto de una irreprimible curiosidad, expresa la tensión entre la sed no gratuita de sentido y la posibilidad de que en la operación (la delicada substitución del hombre antiguo) que entraña un cierto grado de violencia, quede diseminado irreparablemente. Dicho de otro modo, nuestro tiempo es a la vez aquel en el que se está rehaciendo la Naturaleza, están desatándose los correajes que fijaban al hombre frente a la Naturaleza, para sustituirlo por una nueva relación que hace de la humanidad su Naturaleza. De ahí, tal vez, la inclinación bifronte del arte reciente de apelar a la existencia de un cuerpo real y al mismo tiempo interponer un acetato, una separación, una superficie entre el cuerpo real y el ojo. Este interregno, que durará el tiempo que ala nueva Naturaleza le lleve configurar al hombre, tiene en esa reivindicación del cuerpo real y su condición en el futuro, a lo mejor de la inteligencia artística. Pero también esa misma inteligencia (no en vano es una tarea prometeica) participa de la fascinante tarea de asestar las últimas puñaladas al hombre inerme. Mientras lo hace teme con razón perder el objeto (el cuerpo) donde infligir el dolor. Quiere tiempo que matar sin que se le muera entretanto.

Esta exposición propone algo que difiere de esta nueva proyección de Prometeo: una negación de aquella Naturaleza y de este Leviatán.

Las Cerámicas son un alegato contra la necesidad. Proponen imaginar al margen de la ciencia la existencia de unas leyes físicas diferentes, sin establecerlas. Sucediéranse (las leyes) en desorden, por ejemplo las que dictaminan la existencia del espacio y el volumen de manera que, por ejemplo, la semilla del trigo (el bien de Démeter) contuviera al cuenco cerámico número 1; o que el aceite (don de la inmortal Minerva) suspendido en gotitas diminutas, diérale forma a la Cerámica número 11; o que el aire mismo de la hueca, la número 111, le susurrara al grosor de barro cocido ¡ven! Y yendo el grosor se doblara para ir en su busca. Así están vueltas. Tal vez sean habladurías. No se sabe los verdaderos motivos de los dioses. Hay otras dos conjeturas: Una que son las Gracias en un concurso de belleza. Y dos (una maledicencia más que nada) que son las lenguas de Einstein, es decir, unas inútiles completas.

Nicómaco es un auriga cincelado en bronce. Es brillante como Hermes a pesar que tenemos noticia histórica gracias a Píndaro. Es un espejo de los inmortales entre nosotros. Aquí la semejanza se ha tomado la libertad. Píndaro: «Te enorgulleciste, Jenócrates, de la mano que guiaba tu carro y daba aliento a tus caballos».