El rey de Nesunia decretó que ninguno de sus súbditos muriera antes que él, pues no quería vivir la muerte de los que amaba, que eran todos, pues era un buen hombre. La orden fue bien acogida por el pueblo, y si hubo dudas fueron acalladas. Pasaba el tiempo y nadie se moría. A un malestar impreciso siguió una abierta oposición del pueblo a lo que según los consejeros del rey, «no podía ser malo para todos». Pero esta situación se hizo insostenible en las calles, y una turba de la que no se tenía noticia en este reino, asaltó el palacio real y dio muerte al rey. El trono quedó vacante pero no se buscó un sucesor. Con el tiempo se sintió la necesidad de mostrar el trono vacío, y así se hizo en días señalados. Esta sabia medida pacificó tanto al pueblo de Nesunia que dejó de reconocerse en sus propios símbolos, salvo en el del trono, que a todos recordaba lo que habían olvidado.

EB. 8-8-24