Esculturas por Escrito
por Fernando Carbonell
Quiero hablar de la exposición “Esculturas por Escrito”, pero antes, estrictamente, de cómo quiero hacerlo:
Mis palabras van a tener un sentido literal estricto. No habrá en ellas alabanzas o desaprobaciones, loas o invectivas. Ninguna emoción, ni positiva ni negativa. Sólo axiomas, hechos, deducciones y cálculo.
Y mi lenguaje estará en ocasiones basado y arraigado en el odio. El odio frío y calculado. Y como el odio y su intención –que es el alejamiento del mal–, puede generar desazones o malentendidos, quiero de entrada pedir, si eso ocurre, perdón por ello… Odio, y perdón.
La exposición “Esculturas por escrito” es un acontecimiento de la intensidad, complejidad, orga- nicidad, apertura, claridad, oscuridad, belleza, sencillez y misterio máximos, que una supuesta obra artificial, humana, pueda haber desarrollado.
Parto, pues, de una odiosa comparación.
Tal es, la comparación de los niveles de los citados desarrollos en esta exposición alcanzados con los alcanzados en obras de Leonardo da Vinci.
Hay en ambos extremos comparados, extremas ambigüedades, fenómeno esencial, por cierto, la ambigüedad, en la llamada obra de arte:
Hay ambigüedades –quizá sean éstas las primeras– entre la obra y su entorno. Estallan, rompen y se desparraman las ambigüedades, por soportes, paredes, techo y suelos, ventanas y calle, ambigüedades variadas todas y diferentes… ambigüedades… de dónde empieza cada obra y dónde empieza el lugar donde está colocada, y dónde empieza y acaba su estabilidad duradera y dónde sus rasgos y sucesos momentáneos que fluyen en la continuidad de la obra con… la luz, la hora, con el público, con el sonido, los sonidos, etc. perecederos… ellos. Dónde. Dónde las intenciones de artista, dónde las de los instaladores, las de los programadores. Y dónde la rebeldía de los objetos y los sujetos, que han ido desarrollando una vida propia que a veces traiciona las intenciones programadas e instaladas y artefactas.
¿Dónde y cuándo empieza, por ejemplo, de Leonardo, La Última Cena que ha llegado hasta noso- tros, llevando y trayendo su misterio y su sfumato, a través de los accidentes del muro, las estufas encendidas, las aguas de inundaciones, los pigmentos corriéndose y el yeso, el estiércol de la cuadra que allí una vez estuvo, sus vapores variados, barridos… por el tiempo…?
Pronto, en y entre estas esculturas por escrito aquí en este palacio, está la cena, sí, la última, o la quizá primera… O una cena sin más diaria, sin tiempo, una cena perenne, la de esos balones de fútbol despelados desplegados destripados escritos calculados cráneos con los sesos aéreos en su torno, en su lugar alrededor, bruma en los cálculos escritos, las alineaciones estratégicas de un equipo en un campo o las de una ciudad utópica, un plano de bloques hexagonales y pentagonales con aromas de miel y de cera. Es… la cena de las cenizas de Giordano Bruno, donde cada cual se devora a sí mismo. Así, ahí, el público…
Pero pronto, no sé si por el balcón volando con las hojas secas y la brisa, entra la tortuga de broma y bruma de Bruno… de la humeante sopa de Alicia buscando su caparazón de tortuga allí dextendido encurtido deslimpiado y canturreando bajito.
¡Oh rica sopa, de tortuga! A tu lado
quién quiere ni caza ni cazuela ni pescado…
… ahora ¡ay! en la mesa de divivisección, del gabinete de la derrisión, de todo el pasado verano. Hay, creo, en otras, exposiciones de Bellotti, ¿o en todas? el aire rancio del gabinete del científico
clasificador de las especies y expositor de los instrumentos de medida de olas y batracios por los mares de Malaspina, que sale de y vuelve a y se revuelve en esa Algeciras a Trafalgar… ambigüedad de ficción y realidad, de vigilia y de sueño.
La corriente arrastra, me temo, a otra comparación. Absorbente, y no menos odiosa. Un maelstrom. A una comparación… de éstas, de aquí… con las intensidades y misterios de semejantes niveles
de las ambigüedades entre roca y piedra… entre roca y agua, vaciadas y llenas, cóncavas y convexas, músculos y dejadeces resbalando, en Miguel Ángel Bounarroti. Pero muy ligadas todas, al sabor de la piedra tentada y lamida, de las canteras y del papel… de fumar… de escultor y cincel. Papel como leve fantasma, que el artista, también la escultura, también la piedra, y la roca, y la cantera, y el público traído y distraído que pasa y acaso contempla, se representan una y otra vez y se replantean.
Hay, en esta exposición en este palacio, algo. Que, cuando se te opone –sí, y se te opone– cuesta mucho traspasarlo, u obviarlo. Al que esto escribe ese algo lo sacó de allí, para volver luego a adentrarlo, allí, luego, aunque fue para adentrarlo en otro lugar muy remoto, un no lugar en absoluto, lugar en caída libre.
Pero es más fácil, si a ti te ocurre, obviarlo, sí. Eso sucede. Y no darse cuenta, o no darse cuenta estricta. Y dejarlo pasar como cualquier otro momento de la vida diaria, y seguir la vida en tono “cotidianidad”. No ha pasado nada. Porque… ¿Quién está dispuesto a abandonar las armas diarias, la identidad, forjada y constantemente rehecha, sin que haya habido un claro e innegable cataclismo universal? ¿o al menos, sin haberse caído él del caballo como aquel santo, o haberse caído del balcón a la calle, o del coche en marcha, o del guindo? Lo normal es pensar, si acaso, que si tengo opción en mi vida a un acontecimiento así… lo normal sería que pudiera entonces cambiar mi vida toda del todo, pero… bueno, hoy por hoy… prefiero esperar… aún… como se espera la muerte… todavía. Sí, y sigamos.
Pero en esta exposición puede esto suceder. Ha sucedido. Sin que ni siquiera lloviera torrencial- mente, o sacudiera la exposición toda batiendo los ventanales rompiendo los cristales un viento hu- racanado. No. Sólo –aunque nada menos– entró por balcones y patios suavemente, como la brisa de Yahvé a Elías, la luz y el color del otoño.
Y si se cuenta ese algo, como al contar el toparse con un muro cénit-nadir-norte-sur-este-oeste transparente que se te opone, contar en ese algo esta exposición palacio y la propia vida, como no ser. Un no ser infinito, pero que será.
Y si se traspasa ese algo traspasable que pareció oponérsete, contarlo y aceptarlo todo… como ser. Ya, sin fin. Es. Ya y todavía. Desde nunca.
Y si se adentra uno y pasa, pasa al otro lado del muro, contar: No es ya. Infinito, sí, pero ha sido… Para siempre.
Pasa el odio, aunque… sí. Ya, ahora, de otra manera.
Y la intensidad pasada y presente llega aquí a parar a Zurbarán. Ahora se nota. Es la vanidad de un bodegón. En la nada de… cosas.
En los colores de una santa. Los colores se desparraman por la sala, mírala, por las paredes. Las cosas, por las mesas. Pero ya, de otra manera. Las cosas amasijos, restos enredados nudos por los mares, cuerdas plásticos, desechos y salobres. Con los hilos largos, largos muy sensibles, de los ovi- llos entre sus vergüenzas desposados.
Y creo que estando allí, tuvo así que ser, aparecióse la pretensión de autor, él no queriendo decir yo y diciendo historias sobre el balón de fútbol relleno de amasijos de pelo y piel y pieles rodando a patadas por brezos, retamas y helechos, que pero así en una escena, fue quedando y permanece. Que rodó hasta al principio de odio resonante en el infierno del Dante cuando la cabeza de Ugolino hízose el capelo de la de Ruggieri al morderle el cráneo hasta la nuca sorbiéndole los sesos como Tadeo a Melanio a las puertas contra Tebas al cabo del asedio.
Y permanece. Para siempre. Pero de otra manera. Es amor.
¡Es amor! Cuando lo supe, hubo un resplandor total en abismal oscuridad.
¿Qué sino amor por la materia de la roca Miguel Ángel, en Carrara? Cajas tumbas joyeros macizas para las piedras. Piedras geométricas de mármol amorosamente pulimentadas a medida calculada de cada roca yacente en el sueño eterno.
Mi lenguaje aquí ha estado en ocasiones basado y arraigado en el amor. El amor frío y calculado. Una danza de cortejo recorre en ocasiones el aire de salas, de mesas, y balcones, rocas y amasijos, piedras en transformaciones, entra y sale de ellas. Se enhebra en vetas y filamentos prensiles. Es una danza que sabe del tiempo y del espacio, y también sabe de la muerte y de la vida, quizá todas las danzas lo sepan, danza de los duendes, de las personas y de los caracteres de la Comedia del Arte. Sabe del azar, de la risa y de la mueca, lozanía y podredumbre hermanas. Ante un muro de barriles de vino Arlequín le pone, frente a duelas y remaches, caras y posturas al Gracioso, que allí se rasca y despereza. ¡Qué reales que son ellos dos, ellos sí! ¡Qué literales, estrictamente, son sus imaginacio- nes! ¡No hay en ellas alabanzas o desaprobaciones! Ni emoción alguna. Puro cálculo. Si el que esto escribe es algo (y él cree que sí) es algo (un personaje, o varios, bocetos enredados) imaginado y ensoñado por ellos dos conversando en la bodega, en su embriagado sopor.
Y todavía. No he salido, claro, del Palacio que alberga la exposición y no creo que salga nunca. Pues es lo más afuera a la intemperie bajo el cielo raso que he conocido. Y a veces danzo yo también, aquí, entre los astros y los pizcos.