El aliento de Azaña
Para un artista contemporáneo no hay una manera convencional de abordar el encargo de una escultura que represente a un hombre. A nuestra propia lengua -atravesada de contemporaneidad- le resulta incómodo designar una obra como esta: “busto”, “retrato”, “cabeza”, “efigie” no encuentran acomodo en un mundo que ha multiplicado exponencialmente la capacidad de reproducir y reducir a imágenes, estáticas o en movimiento, todo lo existente; de modo que ya no concebimos las imágenes como reproducciones del bulto, como replicas de una realidad que se diría ha emigrado de la realidad misma a otra virtual. Los espectros de nuestros antepasados ya son fotografías. La convención contemporánea exigiría, por tanto, una fotografía. No obstante, en las grandes ocasiones parece que persiste la necesidad del bulto redondo, de la emergencia en tres dimensiones de una realidad física por la que seguimos deambulando. Y entonces la escultura ha tenido una ocasión de hacerse.
Para hacerla sin incumplir la regla del parecido, sólo tenía una colección de fotografías correspondientes a momentos distintos de la vida de Don Manuel Azaña Díaz, el Presidente de la Segunda República española. Por qué ha faltado hasta hace tan poco tiempo una imagen de Azaña en el Congreso de los Diputados es una pregunta inevitable, tan inevitable como la dimensión política que ha cobrado el encargo y, por consiguiente, el encuentro imposible de la política, de las razones de Estado con la razón del arte. Pero, ¿qué razón puede introducir el arte donde tanta razón ha faltado? ¿Qué puede hacer la escultura si no restituir la imagen del que tanto ha faltado? ¿De qué modo si no dando un salto a la contemporaneidad de Azaña, al tiempo de Azaña? Las preguntas, en efecto, venían preñadas. Porque el arte sí puede sortear el tiempo, vencer la determinación histórica, imaginar otros relatos, afirmar otras posibilidades, liberar el trabajo. La década de los años treinta fue convulsa porque fue una época de liberación. Una época que Azaña vivió hasta morir con ella. Y con Azaña en el centro de aquella España confluyeron tres generaciones de hombres y mujeres disconformes, dispuestos a hacerlo todo de nuevo y mejor. Entre ellos los artistas, entre los artistas, los escultores: Victorio Macho, Alberto Sánchez, Emiliano Barral y Francisco Pérez Mateos, entre otros. Tiempo de retornos, tiempo de retorno a la talla directa de la piedra, tiempo de retorno a la modernidad de los primitivos, tiempo de retorno a los realismos, tiempo de la Nueva Objetividad, aquella intuición genial de Francisco Pérez Mateos. Si Pérez Mateos hubiera hecho esta escultura, esta escultura sería mejor. Si España hubiera superado aquel trance, Pérez Mateos habría podido hacer muchas más esculturas. No menos que Azaña ver cumplido su proyecto.
Si tallando la escultura he sentido el aliento de Azaña, he alucinado creyendo percibir su olor corporal, he entendido la infinita melancolía en sus ojos, es porque el espectro de Azaña, preso en las imágenes, nos sigue llamando desde el interior de las fotografías a este exterior, a este hoy en el que seguimos sin cumplir las obligaciones debidas a nuestros antepasados. Probablemente aquí radique la razón del realismo, la necesidad de mimetizar las fotografías, de conectar y cumplir con aquellas generaciones el último proyecto de la Ilustración.